La india es el país de los misterios y las ocultas
tradiciones, el más antiguo y de más densa historia del mundo. El Djampudvipa,
la tierra erizada de montañas (como la llamó Valmiki, el homero hindú), ha
visto evolucionar seres vivientes, desde los saurios y las monstruosas
serpientes de Lemuria, hasta los más bellos ejemplares de la raza aria, los héroes
de Ramayana, de tés clara y ojos de loto.
La India ha visto todos los tipos humanos, desde los descendientes
de las primitivas razas, hasta los sabios de los Himalaya y el perfecto Buda,
Sakia-Muni. Y de todo este pulular, la india ha conservado monumentos
grandiosos, animales raros, tipos de humanidades desaparecidas, recuerdos de épocas
inmemoriales.
A pesar de la invasión musulmana y de la ocupación inglesa,
la civilización brahmánica reina como perpetua señora con sus millones de
divinidades, sus vacas sagradas y faquires, sus templos en el corazón de los
montes y sus pagodas, pirámides de dioses superpuestos. Allí nadie se asombra
de los más violentos contrastes: al lado del misticismo y del pesimismo
trascendente, las religiones primitivas celebran todavía sus agitados ritos. Los
que han asistido a la fiesta primaveral de shiva en Benares, han visto con
asombro a todo un pueblo, compuesto de Brahmanes y maharajás, príncipes y mendigantes,
sabios y faquires, niños de porte grave y ancianos tambaleantes, salir como
marea humana de los templos en la orilla del rio Ganges. Han contemplado a esta
multitud , vestida de sedas suntuosas y sórdidos harapos, descender la gradas
gigantescas para lavar sus pecados en las aguas pútridas del sagrado rio, y
saludar con exclamaciones entusiastas y una lluvia de flores , a la aurora
indica, la aurora que precede al fulgurante sol.
El mar y las montañas se han conjurado para hacer de la
India el país de la contemplación y del ensueño, rodeándolo de sus
masas liquidas y rocosas. Al sur, el océano índico envuelve sus costas, casi
por doquier inabordable; al norte barrera infranqueable, la más alta cordillera
del globo, “el Himavat, dosel del mundo
y trono de los dioses” que le separa del resto del Asia y que parece querer
juntarla con el cielo.
El poeta Valmiki parece resumir el milagro ario al comienzo
de su Ramayana, cuando describe el Ganges lanzándose desde el alto cielo sobre
el Himalaya, a la invocación de los más poderosos ascetas. Al principio los inmortales
se mostraron en todo su esplendor y, a su venida, el cielo se iluminó con
claridad deslumbradora. Luego el rio descendió y la atmósfera se llenó de
espuma, como lago argentado. Después de saltar de cascada en cascada, de valle
en valle, ganó el Ganges la llanura. Los dioses le precedían sobre sus carros
centellantes; los delfines y las ninfas danzaron sobre sus ondas. Ganó por fin
el mar, pero ni el océano pudo detenerlo. El rio santo se sumergió hasta el
fondo de los infiernos y las almas se purificaron en sus ondas para remontar
hacia los inmortales.